Martín acepta que su muerte es inminente. El funcionario guarda silencio y ya no parece tener una actitud agresiva para con el torturado, más bien, en sus maneras de conducirse pareciera que el disparo que planea darle en la cabeza será como ponerlo a descansar de este mundo; un mundo que es todo basura para él y en el cual, unos son desechos y otros el camión de la basura. Ha decidido que es mejor “ser zamuro que mortecina” y por esa razón la carrera policiaca le viene como anillo al dedo; uno puede estar al margen de la Ley y al mismo tiempo aplicarla, se puede decidir quién puede vivir su vida tranquilo y quién debe pagar el precio. Sabe que de este “modus vivendis” no se puede escapar, ¿Y quién, después de lobo, prefiere convertirse en oveja?
Para este gendarme taciturno, la capacidad de olvidar sus propios pecados es vital: “No se puede andar con tanto muerto encima” -suele decirse-, mientras intenta olvidar todos sus muertos, para preocuparse solo de los vivos...
El recuerdo del suicidio de su primo Ender lo sorprendió con la guardia baja; a menudo lo revivía en su cabeza: Él estaba ahí en pleno tribunal, frente a los alguaciles, abogados y el juez. Sacó la pistola, la puso en ráfaga… y sólo quedó la mitad del cráneo para enterrar, la otra, esparcida sobre los finos trajes de los abogados y el escritorio del Magistrado.
Ender era su mejor amigo y cómplice, pero los muertos no le dejaban en paz. A veces decía: “Los muerticos me siguen a todas partes primo” y otras “el muertico me dijo…” pero la cosa se ponía fea cuando tenían que “Chuletear” a alguien: Ender besaba su pistola, le daba “el coquero” al tipo, y luego se apuntaba la cien. Pasaban unos instantes terribles; cada segundo se aglutinaba sobre el otro, el sudor de su frente resbalaba por un lado de su nariz, se reunía en la barbilla y terminaba formando una gota que crecía y crecía… hasta que su propio peso la desprendía de la carne y estallaba en el piso. Ender retiraba la pistola de su cabeza y declaraba sonriendo: “El gran finale…”
- ¿Ya terminó de rezar el pastor? –le preguntó a Martín con ironía.
- Nosotros no rezamos, un rezo es una repetición de palabras aprendidas. Nosotros oramos, es decir, hablamos con Dios. ¿Quieres que ore por ti?
El hombre sonrió con picardía.
- Ora por Víctor, el grande; como los zares rusos. Y de paso puedes llevarte mi nombre al infierno, porque a mí no me engañas con tu “mariposeo”.
- Dios te perdone, porque no sabes lo que haces.
- Claro que sí sé… Vamos Ender… hay que darle “Chuleta” a este tipo.
Martín examinó la habitación buscando al segundo esbirro con quien hablaba Víctor, y se dio cuenta que el tal Ender no era más que una influencia maligna. Ahora Víctor lo tomaba por el costado y le ayudaba a caminar por lo que parecía un pasillo interminable.
Llegaron a una puerta metálica de doble ala, y al traspasarla descubrió una imagen dantesca: Allí estaban, colocados en mesas metálicas, media docena de cadáveres, y sobraba una camilla vacía… la suya.
- Varón, si voy a morir, que sea de rodillas.
- ¿Qué te parece Ender? Los hombres mueren de pie, y este quiere morir de rodillas.
- Así es –dijo Martín. Pero no le suplico a usted, sino al Único digno de toda súplica.
Víctor guardó silencio. Todo hombre tiene derecho a reconocer sus pecados antes de la muerte. Escuchó el Evangelio en su infancia gracias a Maíta, que lo terminó de criar cuando su madre lo abandonó y se fue a buscar oro en el Amazonas.
Ender tiene mala cara, es de rabia y de susto, se replegó al rincón cuando Víctor alzó al reo y lo colocó de rodillas en la mesa.
- ¿Qué pasa primo, te vas a “cagar” ahora?
- A este no lo puedo matar yo, hazlo tú, ¡pero rápido!
Desde la óptica de Martin, Víctor estaba hablando solo. Entendió que su destino no se estaba debatiendo en el mundo físico sino en el plano espiritual. El Enemigo tenía controlado a su verdugo, así que solo existía una cosa por hacer: Orar.
- Señor Jesús, mi Salvador, sé que soy un pecador, que no guardo tus mandamientos como debería; soy rencoroso, lujurioso, hipócrita y odiador. Pero tú descendiste al Seol y permaneciste allí tres días, para que yo tuviera la oportunidad de redimirme, y ataste bajo tu pie a Satanás y todas sus huestes de maldad… Venciendo la muerte para unirte al Padre, Dios todopoderoso.
Ender se agachó en el rincón y Víctor observó que del cuerpo de Martín emanaba una luz que iluminaba toda la morgue. Era una luz cálida y pacificadora, llena de un amor como el que nunca sintió. Aquella manifestación era como un pulso que se expandía y contraía, llenando de paz el recinto.
-Mátalo, mátalo, mátalo –repetía Ender cabizbajo.
Pero Martín estaba en otro plano, ya no le dolían las heridas; sabía que su cuerpo estaba en la morgue, pero su espíritu había sido llevado a otro sitio: Un lugar iluminado cuyo suelo estaba vestido de flores. Una brisa tenue las mecía en ambas direcciones y cuando chocaban entre sí, los pétalos se fundían y combinaban creando nuevos colores.
Alzó la vista y contempló unos hermosos y perfectos pies flotando en el aire, y de una forma sobrenatural recordó los versículos catorce y quince del primer capítulo de Apocalipsis:
“Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgentes como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas”.
Entonces la revelación entró en su alma y entendió que este era un encuentro personal con Jesucristo. Su mente enmudeció, era como un niño que observaba algo extraordinario, absorbiéndolo todo con inocencia y aceptando lo que le mostraban y enseñaban.
Levantó el rostro y notó que los pies se adentraban en un fulgurante manto blanco, que ascendía hasta la cadera y se ceñía con un cinto de oro que cruzaba el pecho. Quiso ver el rostro de Jesús pero hasta allí se le permitió alzar la vista.
Entendió que no era digno de verle a los ojos y que solo por gracia y misericordia Dios se mostraba ante él.
Una voz, como el estruendo de muchas aguas inundó aquel paraíso.
- Te amo Martín. Ve y dile a mis hijos que los amo. Y que pronto estaré con ustedes.
Martín lloró. Y en medio de su llanto recibió una estrella en medio del pecho, era un fuego que ardía con dulzura y el cual debía alimentar con amor hasta el final de sus días. Ya no necesitaba un campo de flores y una brisa tenue para sentirse en paz y en armonía con Dios, la paz se había anidado en su pecho. Y entonces regresó hasta la morgue donde Víctor y el Enemigo disfrazado de Ender lo esperaban.
Cuando abrió los ojos Víctor estaba llorando de rodillas, y su arma había sido arrojada a varios metros de distancia. En un rincón, como una figura oscura e imprecisa, le miraba un demonio.
- El Señor te reprenda –dijo con voz apacible.
- No te confíes mucho –dijo la entidad diabólica-. Ahora es que esta mierda empieza...
Cuando el demonio terminó de hablar, entró a la morgue una decena de hombres con el rostro cubierto y fuertemente armados. Sus uniformes tenían la abreviatura de F.U.R.I.A (Fuerzas Unidas de Respuesta Inmediata Antiterrorismo), supuestamente venían a rescatar a Martín, quien ya no necesitaba que lo rescate el hombre.
La Cristomorfósis: Una novela de Marco Gentile.
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