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Redes sociales: La quimera virtual



La necesidad más grande del ser humano es ser amado. Anhelamos ser reconocidos por nuestros iguales. Ese interés nos une y nos separa. Las redes sociales tienen un poder aprehensivo sobre nuestra salud, es un hecho. Pero la envidia y el dolor potencian esta funesta capacidad.


Aunque aparecieron con la excusa de comunicarnos, nuestro uso de las redes sociales se ha extralimitado más allá de esta función y ha pasado a ser el centro de nuestra atención; de tres a veinte horas diarias es el rango común de alienación en el celular. La pregunta es: ¿Qué estamos buscando?


Horas y horas apuntalando el pulgar sobre la pantalla, bajando, abriendo, tocando. Si pudiéramos, traspasaríamos la pantalla, para estar del otro lado y disfrutar como ellos, con ellos; su humor, su estética, su absurda felicidad demoledora que parece aterrorizar nuestra triste realidad.


El tremendo esfuerzo invertido en esas plataformas, equivale a fuerzas físicas de alto impacto que agotan nuestra energía. Aun así, con gusto nos atamos a ganchos dobles salidos de nuestras fibras musculares que nos conectan a ese mundo irreal, virtual, utópico, distópico, donde se puede pelear y salir ileso, reír a borbotones en medio de la tristeza, agredir sin culpa, ser sinceros, y emocionarnos con las reacciones de nuestros interactuantes. Cada tribuna de estas es un caudillo imperial que nos obliga a trabajar en sus instalaciones sin sueldo alguno, como esclavos hórridos que inspiran espantos nauseabundos a quien los percibe atormentados por sus notificaciones.


Un venezolano promedio no puede pagar por una vida propia; si lo hace, queda debiendo. Eso es deprimente en grado sumo, pero pasa desapercibido para la mayoría: con tantos memes y chalequeo ¿quién podría mostrar tristeza? Son realidades tiránicas que nos separan de una mediana vida ideal. Vemos fotos de los años pasados y quisiéramos trasvasar el tiempo y devolvernos a esas épocas. Oteamos lugares alucinantes y anhelamos estar allí; olemos algo controvertido y queremos comentar. Si algo no es como pensamos le damos Me divierte, si algo nos ofende ponemos Me enfada. Mientras soñamos con ser famosos para engullir las delicias de la atención que ellos beben de su lujo y su belleza.


Con cuántas personas podemos tener contacto al día sin habernos acercado realmente, sin haber abrazado, sin escuchar sus voces, ni sentido el aliento, o la textura de las manos, o ventear sus fragancias. Satisfechos de mentira con la rapidez de un click y el vacío de la superficialidad en las relaciones virtuales. ¿De verdad pensamos que podemos cargar con todo ese peso psicológico constante?


Aun así, ¿Para qué apagar el teléfono una hora antes de dormir? ¿Con qué fin desconectarnos y sentir, en el mundo exterior, nuestra atronadora soledad? ¿Vale la pena salir de la prisión pantallezca y abrazar a tu familia, en la sala de tu hogar? ¿Es muy estúpido ejercitar nuestro coraje contemplativo y mirar cómo y con qué colores decide un pajarito qué camino aéreo tomar en el jardín? Ni nombrar la penosa tarea de leer un libro o aquella mañosa idea de mover el cuerpo para que no se oxide, sin necesidad de publicarlo a los cuatro vientos: Facebook, WhatsApp, Instagram y Youtube. ¿Podríamos emanciparnos del ego que nos violenta con la dopamina impostora de un like, y en su lugar, presentarnos humillados ante el Creador? Si Él dijo “pon tu carga sobre mí” es porque sabe que no eres capaz de llevarla solo. Te ha visto implosionar fuertemente con desaires que no percibes y que tu cerebro prefiere ignorar como sistema de emergencia defensiva, que en el fondo, sabes, no es una cura, ni resuelve el problema, sino que solo acumula basura en tus adentros.


Ve ahora. Entra allí y entona una canción, un canto que abra los barrotes de tu alma; deja que corran las lágrimas por tus mejillas mientras te arrodillas sincero ante Aquel que siempre te ve, y hazle esa pregunta que no le haces a nadie. No sientas miedo al temblar, deja que se arrugue tu cara, que se acumule la sangre sobre tus pómulos y se decidan tus reacios labios a contar la verdad de tu dolor. Amenaza al demonio que te hace crujir los dientes, impidiéndote hablar, y vuelto al Señor, pregúntale “¿Qué vas a hacer conmigo? ¿Qué será de mí?” Ya no mientas, ya no finjas. Reconoce: “No puedo más… ayúdame; hazme sentir felicidad y alegría; que se alegren mis huesos quebrantados. Y sea arrancada de mi toda mentira…”


Elvis Russo

Departamento de Redacción NotiCristo

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