Fue sorprendente.
Un grito sobrehumano anunció el descubrimiento apenas rayando el alba. Los primeros curiosos fueron seguidos por una ola de testigos convocados por las sirenas azules y rojas.
Era enorme, más de tres metros dijeron.
Quedó colgado cabeza abajo, entrecerrados los ojos de iris casi blancos y abierta la boca como tratando de dejar escapar el dolor. Su piel de un azul muy claro mostraba en algunos sitios tonos violeta profundo, fruto tal vez de las magulladuras propias del descenso. Se había estrellado contra el techo del segundo piso de la casa número 109, precisamente aquella casa, la casa del señor Ruiz, un anciano que vivía sólo porque hacía poco que enterró a su esposa, compañera de una larga vida, de toda la vida o por lo menos de la que recordaba ya. Según palabras de los más allegados, intentó en varias ocasiones seguir trás sus pasos, infructuosamente claro está, pues apenas si alcanzó la categoría de muerto andante.
La punta de la descomunal y única ala rozaba la pequeña y suave alfombra que iniciaba el ascenso por la escalera ubicada en el centro del recinto principal. De la otra no se sabía nada, si acaso se desprendió con el impacto y fue rápidamente recogida y escondida por alguien o si realmente fue su pérdida anterior el origen del desplome.
El ángel con la mirada perdida o fija en un horizonte lejano, más allá de estas latitudes, parecía ajeno a la tumultuosa escena de una sala abarrotada de policías, bomberos, médicos, paramédicos, ingenieros, enólogos y toda clase de especialistas, amén de los mirones, inmersos todos en la complicada tarea de sacar al "alicaído" de su atolladero y curar sus heridas.
El tiempo hacía su andar cada vez más lento. un reportero hizo notar que las agujas del reloj de pared de la cocina libraban una cruenta lucha por el movimiento contra una fina capa de nieve empecinada en formarse bajo la esfera de cristal y sobre las agujas mismas; tan feroz el combate que el segundero terminó por romperse.
Transcurría el tercer día del suceso y nada se había logrado, al contrario, grilletes de un hielo grueso, compacto y opaco, le estaban condenando a un perpetuo calabozo gélido sellando primero el hueco del techo y atrapando sus pies para luego ramificarse por su cuerpo y por toda la casa hasta sus cimientos.
Se escucharon las voces acreditadas: "Es imposible sacarlo", "Habrá que destruir la vivienda", "Es muy alto el riesgo de apagar el débil latido que lo mantiene con vida".
Se esperó el desenlace, pero no. El señor Ruiz pidió a todos, gentilmente, que abandonaran su casa. Mandó a hacer una cama grande, de patas extremadamente altas donde pudiera reposar el lastimado cuerpo del gigante Serafín, y una escalera de anchos peldaños para llegar hasta él.
Ahora diariamente sube y baja el anciano los espaciosos escalones, contempla al ser alado, lo limpia cuidadosamente con agua helada mientras le habla y lo alimenta con escarchado estoicismo.
Cuentan los vivaces muchachos, experimentados en mirar a través de los cristales oscuros de las casas ajenas, que el señor Ruíz se ha acostumbrado a dormir en las alturas.
Doriana Gentile
Yaracuy - Venezuela