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La Cristomorfosis - Capítulo 11: "La entidad del Pran"

Marco Gentile


Para los presos ver un traslado es cosa de todos los días, pero para Martín es una experiencia asombrosa. Un creyente puede imaginar cualquier cosa dentro de la seguridad que le da su burbuja cristiana, pero estar del otro lado de la Ley, sabiéndose parte de todo este macabro y mortal mecanismo, te reduce a un estropajo de emociones.


Martín está de pie en la embocadura de la cárcel, y ese punto le da una perspectiva de todas las áreas y la cancha. Le asombra la miríada de personas que le observan y el mutismo de estos en relación a lo que se imaginó: Un coliseo romano donde los presos se atacan con cuchillos durante todo el día, y los pisos y paredes resuman la sangre de los heridos. Pero en lugar de eso encuentra una cárcel silenciosa, y un montón de gente con cepillos y trapeadores en la mano. Y aunque la escena está suspendida en el vacío, no por eso deja de ser atemorizante; los cadáveres y el cuerpo sangrante de Elías entran por sus pupilas y aceleran su corazón.


Cualquier cosa puede pensar un hombre en su lugar, pero en la mente de Martín empieza a correr el tercer capítulo de Apocalipsis como si se tratase de una filmación: “Yo conozco tus obras; he aquí he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre. He aquí, yo entrego de la sinagoga de Satanás a los que se dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten; he aquí, yo haré que vengan y se postren a tus pies, y reconozcan que yo te he amado. Por cuanto has guardado la palabra de mi paciencia, yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra. He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona. Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo”.


Y como en una película, una escena sucede a la otra, al pensamiento de Martín llega la carta que le escribiera semanas atrás su amada esposa: “…un ángel, me mostró un valle reseco en el que la piel de la tierra se cuarteaba y dejaba escapar vapores nauseabundos. Pero de pronto Dios hizo brotar agua de la tierra y esta bendición sanaba las heridas de la piel deshidratada, y se convertía en una hermosa pradera, donde crecían rápidamente los helechos y las flores más bonitas del mundo. Pero el agua no dejó de fluir, y fue tanta agua, tanta bendición, que la flora no la soportó y comenzó a podrirse y a morir en consecuencia. Entonces apareció este varón del que te escribo y me dijo: “Dile a Martín que cierre el agua, porque los niños ya no tienen sed”.


Todo está dicho –cavila Martín en su interior-, me gusta cuando Dios me apunta con el dedo lo que quiere. A esto he venido, pues ¡Gloria a Dios para siempre! No más dudas, no más miedo, no más inseguridad. Voy a la batalla de la mano de Jehová de los ejércitos: El Santo de Israel…


Y de este modo resuelve Martín abrir su boca y convertirse en instrumento de Dios:


-Hombres y mujeres de la “La Cuarta”… Así pregunta Jehová: “¿Los niños ya no tienen sed?”

La tarde mengua y el cielo anaranjado anuncia que deben irse las visitas, al inicio de la jornada Elías había preguntado si tenían sed, y siendo positiva la respuesta, había clavado un tubo con una llave en el piso, de donde milagrosamente comenzó a emerger un potente chorro de agua, que a su vez desató los sucesos más asombros que se habían visto en esa cárcel, y ahora venía este hombre y preguntaba lo mismo, pero en su interrogante se encontraba implícita la respuesta.


El Pran toma sus pistolas y las mete en forma de “T” en la pretina posterior de su pantalón. Camina hacia Martín, y cada paso se convierte en el pulso con que todos laten. El hombre de Dios, Elías, yacía inconsciente en el pavimento a causa de tres disparos que le propinó el pran por poner la voluntad de Dios delante de los hombres. Y qué destino le sobrevendría a este recién llegado, que entra gritando como si tuviera todo el derecho de hacerlo.


Martín se percata que detrás del caminante, decenas de hombres lo escoltan a su encuentro. A pocos metros de llegar, el Pran detiene a los “luceros” y en voz baja saluda a Martín.

- ¿Sabe quién soy yo verdad?

- No, pero sé para quién trabajas…

- Yo soy el Pran, y aquí Dios se mueve por donde yo le digo…

- Disculpe varón, pero por lo que veo… Dios aquí está haciendo lo que quiere y con quien quiere…


Un destello rojo aparece en los ojos del Pran. Esto le dice a Martín que no está hablando con un ser humano, esta lucha es espiritual y sin Cristo no se puede librar.

- ¿Quién eres en realidad?

- Buena pregunta… ¿quién crees que soy? ¿Lucifer? ¿Satanás?... ¡Ja!, ustedes los evangélicos ven demonios hasta en la sopa…


Martín cierra los párpados y pide a Dios que abra sus ojos espirituales, y cuando los abre de nuevo, toda la cárcel se convierte en aquella nada gris donde le llevó el Señor en sus sueños. El hombre que tiene en frente es un fulgurante ser de ojos oscuros como el abismo, y detrás de él, una centuria de siluetas enmohecidas le resguardan.

- Vamos a hacer una tregua –dice la entidad-, tú cierra el chorro, y serás mi protegido en este lugar.

- No te preocupes, Dios es mi escudo y mi fortaleza.

Y dando un paso lateral, Martín pregunta a los presos:

- ¿Cierro el chorro?

- Sí, sí… sí. –dice “La Cuarta”


La Cristomofosis

Una novela de Marco Gentile

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