Una brisa ténue fue claudicando en su frescura hasta que no sopló más. La bicromía del celaje nocturno azulmora sobre un hermoso y extenso mar, pasó a ser densas tinieblas de un momento a otro. Esa noche se apagaron las lámparas, se recogieron los astros, y yo me quedé dormido. La mañana que traería el alba después, sería un día de amargura, como cualquier otro, pero aquellas no volvieron a ser nunca iguales.
Me encontré en el imponente Jano y Vesta, buque de mis truhanerías. Los caballos de las crines doradas, fruto de nuestro último atraco, trofeos cromados, también se habían dormido. Eran de contrabando para ser vendidos en la provincia de Sicilia. Tres pieza de oro por cada caballo. Excelentísimo negocio.
Toda la tripulación despertó mientras aún yo dormía. Los escuchaba cantando y bailando; abrí un ojo, imperaba la noche. Continué acostado. Sentí cómo las cruces de metal y rojo, hábito supersticioso de Erasto, el condestable del navío, se echaron sobre la mesa para jugar. —¡Una cruz por partida doble! —Se escuchó a lo lejos—, Como quieras, cangrejo hediondo— y casi inmediatamente, —¡Perdiste! Ja, ja, ja—. Un golpe dado con una jarra de sidra sobre la mesa de azar, enmohecida y colonizada por crustáceos, coronó la bulla celebrando la brivonada. Tal desorden esfumó cualquier posibilidad de descanso en mí, —Es suficiente. —me dije, — enfurecido y aprentando los dientes; tomé esfuerzo para despegar la cara de los tablones, donde había caído vencido de la borrachera. Me levanté con el rostro amoscado y las manos empuñadas. El camarote tenía la puerta rota, así que salí desenfrenado, —¡Yo jugaré y les ganaré todas sus cruces, sucios ruidosos muerdesartenes!—
Durante todo el jolgorio, el barco pareció no tambalearse como de costumbre. —Balurdos— les zaherí, — aquí están; sus doce cruces, ¡todas mías! Ahora, a dormir, todos. ¡Ya!— El sueño me entorpecía. No quedó nadie en la mesa pero yo seguía mandándolos a dormir con los peores insultos. ¿Habría estado borracho? No lo sé. Solo sé que el silencio fue ensordecedor. En realidad, no los vi yéndose a sus dormitorios pestilentes a mar podrido. No oí nada más, ni a las olas, ni al viento. Todavía tenía pegado uno de mis ojos con lagañas, y la ceja del otro muy levantada, intentando mantenerme a flote entre el desequilibrio de la resaca o las breves alucinaciones de que sufría, para averigüar por dónde se habían ido aquellos marineros. Caí en cuenta que nunca existió ese juego. Una inquietud demoníaca me mantuvo pensando qué serían aquellas voces y ese juego ficticio.
Desorientado, mientras todo mi cuerpo tremoleaba, me rodeó una atmósfera pesadísima que apretó mi cerebro con el sentimiento de incierta soledad. —Pero... la sabandija, y el teniente, y víbora y el canalla y... — me cuestionaba angustiado—, mi voz perdió fuerzas y se entrecortaba, en tanto que seguía girando la cabeza; veloz a la izquierda; inestable, al frente. Dando tumbos hacia babor. Asomado en la popa. Buscando lo que nunca hubo, escuchando voces, acelelerado el corazón por el golpe de la contrarierdad, hiperventilando.
No pude despegarme de la popa, atorado en el pretil, noté que el barco avanzaba sobre la sólida arena, pudriéndose y rompiéndose. Aquella maravilla naviera, pronto quedaría hecha trizas. Un crujido de centella reventó cada tablón de la embarcación. Detrás de mí, armas filosas hechas de agua y sangre, agudas figuras poligonales destriparon a cada tripulante que dormía bajo mis pies. ¡Ellos sí estaban allí! mas, todos estaban muertos. Era mentira que hubiera estado jugando con ellos. Hacía muchos años habíamos naufragado, durante esa última aventura de los caballos, y solo escapé yo. Pero ahora, ¿qué estamos haciendo aquí?, los elementos naturales se han vuelto en nuestra contra; óbitos e inertes mis siervos son nuevamente arrancados de mi vista.
Algunos lloran dormidos, rugen sus gargantas —¡Sálvate, piltrafa; huye como siempre, cobarde! —increpó uno de ellos—. Un tornado de fuego o de bronce nació de sus injurias, ¡y me ha tomado de los pies, nos sacude potentemente por todas partes!, manos espinosas consumen mis piernas. Con vertiginosa rapidez, las osamentas de mis extremidades se han separado en miles de astillas mugrientas. Quedan suspendidas en el aire... —¡Tú debiste morir también, en esa tragedia!— dice otro de los cadáveres en el tornado—. Atemorizado hasta el infierno, todo lo que queda de mí tiembla sin cesar; intentando escapar, mis ojos se despellejan pero alcanzo a ver mi vida en picada. Cabeza abajo, en el trance, callado y en dolor, levanto el cuello. Ahora observo penosamente el barco desecho desde el cielo, mientras doy vueltas en la borrasca. ¡No quiero estar aquí!, no obstante, soy arrojado sin piedad al corazón de la tierra como un meteorito, los estratos terrestres no ofrecen resistencia, a la par de mis excompañeros, me maldicen, enguyéndome...
—Ya no te queda nada, desgraciado; te lo mereces— escucho—, en aquel lugar donde se apagaría mi luz, por siempre, en esa misma honda oscuridad que me acobijó durante toda mi vida.
—¡Enamuno! —¡¿Eh?!— creí escuchar mi nombre proveniente del torbellino — ¿Viste eso?— El tiempo se detuvo. —Qué... oh...—, menuda sensación de hormigueo atravesó pacíficamente todo mi cuerpo— ¿Que... que si vi qué? ¿Quién es?— Era una paz que no conocía. Nunca hubiera imaginado entonces que hablar con aquel viento sería visitar al lugar más temido por los exánimes ladrones como yo: mi conciencia y mis pecados, aunque todavía no lo sabía, pues no había hablado aún con Pablo de Tarso. Mi ojo se cerró, haciendo juego con su par lagañoso; de hecho, ya venía apretándolos fuertemente. No comprendía que estuve dormido hasta ese momento. Por eso, yo no quería saber a qué cosa era invitado a ver en aquella espantosa condenación. La cordialidad de la voz que pronunció mi nombre, sin embargo, batió el cerrojo de la renuencia. —¡Enamuno!— Desperté—.
Todo estaba en orden. Mis animales, los terrenos, mi vida disoluta y andariega seguía allí. Malta contibuaba siendo una isla hermosa. Respiré profundo. ¡Gracias, Jupiter, estoy vivo!
Volteé en seguida el torso en respuesta al retintín de los pasos de una veintena de pies, que venían hacia mi lecho. —¡Señor, Enamuno! Otro barco ha naufragado cerca de aquí, toda la tripulación se ha salvado. Excepto un hombre, que habiendo salido ileso, mientras juntaban palos secos para hacer una fogata, fue mordido por una de las famosas serpiente mortales de la costa. —¿Qué quieren que haga? Allí está el patio de los difuntos, pónganlo donde no estorbe. —Perdone si le vuelvo a hablar, mi señor, pero el hombre no murió. Publio le ha recibido en su casa, y su padre... ¡ha sanado!. Ahora quiere hablar con usted. Ha dicho que tiene un mensaje para toda la isla, que el poder de un tal Jesús que regresó de la muerte le ha preservado la vida pese a la serpierte y al naufragio. ¡Venga! Todo eso sucedió anoche, mientras usted dormía.
Elvis Russo
Departamento de Redacción NotiCristo